Editorial La nación: Por Joaquin Morales Solá
Los actos de autoridad, muchas veces confundidos con
simples caprichos, deben reemplazar a las dos columnas del poder
kirchnerista que ya no existen: la fuerza electoral y la abundancia de
dinero. En apenas un mes, la Presidenta ha sufrido la caída más profunda
en las encuestas de toda su historia en el gobierno. Llegó antes a
niveles más bajos, pero nunca el derrumbe fue tan rápido.
Distintas mediciones indican que cayó unos diez puntos
entre su reincorporación a la actividad después de la enfermedad, en los
primeros días de noviembre, y la primera semana de diciembre. Casi
todas los sondeos se estaban haciendo en los días de saqueos y
sublevaciones. Es posible que esos escándalos de sangre y violencia no
hayan estado todavía en la conciencia colectiva. No estaban, desde ya,
los posteriores estragos del calor y la falta de energía, que condenó a
miles de argentinos a vivir sin luz.
Nadie puede explicar el colapso argentino de ahora. Al
Estado argentino ingresaron en los diez años que gobernó un Kirchner más
de 900.000 millones de dólares, según un estudio del economista Carlos
Melconian. ¿Qué se hizo con semejante cantidad de dinero? Suena patético
que el Estado amenace a las empresas eléctricas con estatizar el
servicio cuando manejó tan mal sus propios recursos. Es el mismo Estado
que congeló durante una década todas las tarifas de servicios públicos.
El populismo hipoteca hasta el futuro de sus propios arquitectos. Jorge
Capitanich había comenzado por reconocer la crisis energética y propuso
un sistema de cortes programados de energía. No era una solución ideal,
pero no había otra mejor.
Cristina Kirchner levantó el teléfono y ordenó a Julio
De Vido que desmintiera a Capitanich. Ni siquiera le dio la oportunidad
de que se rectificara él mismo. Lo desmintió un ministro, que tiene
rango inferior al de jefe de Gabinete. Se necesita carecer de estómago
para tolerar la crueldad política del kirchnerismo. El Gobierno,
instruyó la Presidenta, debía recuperar la línea histórica: la culpa de
los cortes es de las empresas eléctricas y no se deben tomar medidas
parecidas a los cortes programados del gobierno de Raúl Alfonsín.
Capitanich hizo luego una autocrítica pública, como en el viejo sistema
soviético.
El Gobierno destina anualmente 210.000 millones de
pesos a subsidios. De ese monumental monto, 140.000 millones son
subsidios económicos. Los subsidios sociales alcanzan nada más que los
70.000 millones y la Asignación Universal por Hijo, con la que el
gobierno pavonea su sensibilidad social, requiere sólo de 15.000
millones de pesos. Esa famosa conquista social significa menos del 7 por
ciento del total de los subsidios que financia el Estado. En 2004 no
había subsidios económicos. En 2011, poco antes de Cristina Kirchner
anunciara un plan de sinceramiento tarifario (que nunca se hizo), los
subsidios económicos eran de 85.000 millones de pesos. Dos años después,
se gastan 65.000 millones más.
¿Hay, acaso, un país mejor después de semejante
derroche? No. En un largo análisis de la economía en los 30 años de
democracia, el ex ministro Jorge Remes Lenicov señala que la pobreza
ronda ahora el 25% de la población (aunque podría ser mayor); que el 50%
de los argentinos no tiene cloacas; que dos millones y medio de
personas viven hacinadas en villas miserias, y que seis millones
necesitan de programas sociales para llegar a fin de mes. Entre tanto,
el país kirchnerista liquidó el stock ganadero y el energético, y vio
evaporarse las reservas de dólares. La inflación se comió, como señaló
hace poco el vocero de la Conferencia Episcopal Argentina, hasta el
valor de los planes sociales.
La vida no es un paraíso para los sectores sociales con
mejores ingresos. Los teléfonos celulares funcionan mal; la energía,
sea la electricidad o el gas, escasean cuando se la necesita y colapsó,
entre la corrupción y la ineficiencia, el transporte público. El
desplazamiento por la ciudad o por las autopistas cercanas a ella es una
visita cotidiana al infierno para los argentinos que viven en la
metrópolis argentina.
El Gobierno dejó trascender, otra vez, que comenzaría
un proceso de aumentos en las tarifas públicas. Fue antes de los saqueos
y las rebeliones policiales. Después calló, tal vez para siempre.
Cristina Kirchner no quiere hacer eso cuando ella también sabe que se
desplomó en las encuestas. Para peor, le están golpeando las puertas
todos los gremios, hasta los amigos, para pedirle aumentos salariales
parecidos a los que recibieron las fuerzas de seguridad.
El programa para elaborar un amplio compromiso sobre
precios y salarios, explicado por Capitanich cuando asumió, se redujo a
un acuerdo "voluntario" de precios máximos. Capitanich viró de cierto
pragmatismo ortodoxo a una mezcla intelectual (para llamarla de algún
modo) entre Guillermo Moreno y La Cámpora. Los ejecutivos de los
supermercados firmaron el acuerdo cercados por jóvenes de La Cámpora,
que les advirtieron que harán un "control popular" de su cumplimiento.
Las cosas se parecían ya más a la extravagante ferocidad de Corea del
Norte que a los soviéticos. Es la única receta que hay para enfrentar la
devastadora inflación de las últimas semanas. El dinero ya no es lo que
era para nadie.
Cristina sólo aceptó una devaluación gradual del dólar.
Ese tema la saca de quicio. Cree que le están torciendo el brazo. Pero
le dijeron que es la única manera que queda de licuar el déficit fiscal y
de frenar la fuga de dólares. Aceptó de malas ganas. Mientras no haya
un horizonte claro sobre el valor del dólar y una decidida política
fiscal para reducir el gasto, y una política monetaria para limitar la
emisión, cualquier precio del dólar en el mercado paralelo resultará
barato.
La sociedad está tensa, expectante. "En el conurbano
las cosas parecen bajo control, pero todo depende de un fósforo mal
prendido y de cinco minutos. El incendio podría ser enorme", dijo un
intendente del corazón del conurbano. Ninguna sociedad puede vivir mucho
tiempo con expectativas tan cortas, cuando el futuro se reduce al
próximo corte de luz o a los saqueos. Esa falta de un destino más largo
que los próximos días o semanas golpea a todo el cuerpo social,
incluidos los sectores más pobres. Éstos necesitan también saber algo
más del porvenir que la seguridad de la asistencia económica.
El problema de Cristina Kirchner consiste en convertir
sus deseos, sus ganas o sus caprichos en una política de Estado. El caso
de César Milani, un general cuestionado por su pasado durante la
dictadura y durante la democracia, la despojó definitivamente de su
discurso sobre los derechos humanos. Milani no tiene ningún mérito para
estar donde está, salvo su hábil manejo de la información reservada
sobre las personas y las cosas. Pero, ¿es ésa la tarea que la democracia
le pide al jefe del Ejército? La aparición de militares oficialistas y
opositores es una involución de la política, que termina aterrizando
cerca de la experiencia del único gobierno civil de la década del 70.
El caso que eyectó al fiscal José María Campagnoli
(probablemente pasará lo mismo con Guillermo Marijuan) convirtió en
papel quemado sus discursos sobre "justicia legítima" o "democratización
de la Justicia". Ya ni siquiera la batalla es ideológica o cultural. La
cruzada reside en atrincherarse en la incansable copia de la
experiencia de Santa Cruz, donde hicieron de la Justicia una unidad
básica kirchnerista y erigieron el temor como la principal herramienta
política. Esas cosas sirven para muy poco cuando los días de
popularidad, victorias y dinero pertenecen al pasado, cuando todo eso ya
ha sido.
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