Los múltiples casos de corrupción que involucran a funcionarios públicos desde hace muchos años suelen terminar en la nada. Casi podría decirse que la única condena resonante de un caso del período menemista recayó sobre María Julia Alsogaray, quien ocupó en ese tiempo cargos significativos, pero sin militar nunca en las filas del peronismo común a la mayoría de los gobiernos de las últimas dos décadas.
A pesar del esfuerzo oficial por dominar la Justicia a través del Consejo de la Magistratura y de la labor de jueces adictos, muchas causas penales continúan abiertas con graves acusaciones contra altos dirigentes del kirchnerismo, como las que acumula el ex secretario de Transporte Ricardo Jaime, el de las valijas de Antonini Wilson, Skanska y ahora el de Schoklender y la Fundación Madres de Plaza de Mayo.
La experiencia argentina más reciente indica la tendencia a que no haya pronunciamientos firmes y condenas efectivas contra funcionarios oficiales mientras se mantenga inalterable el color político del gobierno en ejercicio.
El vaciamiento de los organismos de contralor contribuye a que múltiples irregularidades evadan la luz y generen el escenario actual de impunidad. La Oficina Anticorrupción (OA) y la Sindicatura General de la Nación (Sigen), entre otros, se han transformado en dependencias controladas por el Poder Ejecutivo, en lugar de servir como verdaderos entes independientes atentos a las desviaciones de los funcionarios de turno.
“La oscuridad”
Los pocos funcionarios que han demostrado autonomía en el cumplimiento de sus responsabilidades están siendo limitados en su acción; otros, han sido desplazados de sus puestos. Leandro Despouy, titular desde 2002 de la Auditoría General de la Nación (AGN), ha expresado que "este es un gobierno con vocación por la oscuridad". Por su parte, Manuel Garrido, ex fiscal anticorrupción, ha dicho que "los órganos de control están casi desactivados".
Es, pues, lamentable que el Poder Ejecutivo se abstenga de condenar con palabras y conductas los presuntos ilícitos, sin perjuicio de que deje, como corresponde, a la Justicia la palabra definitiva sobre estas cuestiones. Sin duda, aquella política sería preferible a la de atacar a los periodistas y medios de comunicación que se hacen eco de las denuncias sobre lo que ocurre en la esfera pública.
Con cierta tristeza, debemos admitir hoy que para una no menor porción del electorado la corrupción pública es un viejo problema con el que se ha acostumbrado a convivir. Probablemente, su reacción sería diferente si comprobara que cada escándalo conocido, además de ocupar las primeras planas de los diarios, no sólo afecta la calidad institucional, sino también la seguridad jurídica, la imagen del país en el mundo y, por ende, la calidad de vida y el bolsillo de cada ciudadano.
El funcionario corrupto rompe el contrato implícito que tienen él o sus superiores directos con el votante. Las derivaciones del acto de corrupción no se limitan a un indebido desvío de fondos. Afectan los cimientos mismos del país.
La corrupción que daña a la Argentina espanta capitales e inversiones, perjudica la credibilidad del país y, por ende, las bases de su institucionalidad. En el último informe de Transparencia Internacional, la Argentina continúa sin mejoras: ocupa el puesto 105 entre 178 países confrontados.
La falta de reprobación de los hechos de corrupción que ha sido una constante en el Poder Ejecutivo, la inexistencia de condenas por parte de la Justicia y la alarmante pasividad de muchos ciudadanos ante el cuadro existente prueban que hay un largo camino por recorrer a fin de darle una real batalla efectiva a este flagelo. Pero en algún momento habrá que comenzar. Cuanto más se demore, más costará revertir el actual estado de cosas.
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