El resultado comicial del domingo ppdo. ha sido analizado por los expertos en estadística electoral, que no disimulan la magnitud del acontecimiento.
El triunfo de Mauricio Macri, en cifras, implicó un desastre político para el régimen que preside la Presidente, uno que ella conduce con un personalismo cargado de caprichos y favoritismos domésticos. Tal estilo autoritario ya provocó algunas rebeldías (el caso de La Pampa) y protestas en voz alta (la CGT). Impuso, además, la humillación de los gobernadores, funcionarios y dirigentes que integran los cuadros del partido oficialista, mezcla de PJ y FPV. Algo que no puede disfrazarse con llamarlo “movimiento” y negar que lo configure una federación de agrupaciones, como argumentó el Jefe de Gabinete ante los reclamos por la composición de las listas de candidatos.
Aunque los caudillos del siglo XIX (Estanislao López, Bustos, Quiroga) ya no existen, no por ello parece ajena a los hechos la fórmula del “unicato” con que Rivadavia se propuso domesticar al emergente federalismo y, de paso, a todo el país. La selección de candidatos del oficialismo, tal cual se impuso pretorianamente en fecha reciente, no hay dudas que importó una suerte de “golpe de Estado” sobre el conjunto del peronismo que le es adicto. Con lo cual perdieron toda significación los organismos directivos con determinada representación para sus miembros, y con ello voló por los aires la carta orgánica partidaria y, por supuesto, las previsiones de la ley de partidos políticos. Una situación que no parece haber afectado el orgullo de la dirigencia ni alterado el sueño de la Justicia Electoral.
Macri ganó y ganó muy bien -“por encima de lo que imaginábamos”, comentó con honestidad-; lo malo sería que se sintiera propietario exclusivo del triunfo, pese a que es legítimo que lleve los laureles. Parece sensato, por lo demás, advertir que en el electorado de la Capital, de un tiempo a esta parte, viene desarrollándose, por encima de los rótulos partidarios, una especie de conciencia generalizada con un contenido crítico y severo respecto a lo que ocurre con y en el gobierno. Un “status” psicosocial que, aun no siendo unánime, sí fue suficiente para dar las cifras del día domingo 10, y que tiende a cuestionar la idea de que la sociedad argentina está aquejada de abulia cívica, o sea, de apatía e indiferencia sobre lo que está pasando.
La realidad parece imponer sus dictámenes. En vastos sectores de la población hay alarma y sufrimiento por el crecimiento anormal de los precios, sobre todo de los alimentos y remedios, un problema muy agudo para los millones de argentinos que subsisten en condiciones de pobreza o indigencia. El impuesto perverso sobre los ingresos de los trabajadores y buena parte de la clase media -la inflación- no puede ser ignorado en sus consecuencias políticas. Y qué decir del uso y abuso de los recursos del Estado para el proselitismo oficial; pese a que, ante ello, salvo quejas esporádicas sin resonancia, la oposición ejerza el derecho a la complacencia.
Si, en dicho escenario, sumándose con carácter explosivo, surgen fenómenos de alta corrupción como el llamado “Schoklender” y antes el de Ricardo Jaime, no se puede pretender que el pueblo argentino digiera la mugre sin incomodarse. Mencionamos estos ejemplos -y podrían ser varios más- para entender cómo la opinión pública, la independiente o la comprometida, se va saturando y perdiendo la paciencia. De allí el creciente consenso negativo que llevó al gobierno a la derrota.
Las exclamaciones casi triunfalistas de los perdidosos (dos personajes del régimen) y las del jefe de gabinete no sirven para nada, máxime cuando la distancia con la marca de Macri es tanto como un 20%. A modo de consuelo, Aníbal el grosero arremete contra la índole político-cultural de los “porteños”, desconociendo que en esa gran urbe, parte inestimable de la construcción nacional, en alta proporción viven y trabajan hombres y mujeres que nacieron en el interior. Uno y otro alarde, su síntesis, manifiesta, en sentido inverso, la angustia del papelón y acaso busca disimular o encubrir la principal responsabilidad política de que es titular la Sra. Presidente. Desde que asumió ostentosamente el unicato, ella quedó sola en la cúspide del mando pero, automáticamente, en la soledad de toda egocracia.
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