En los primeros días de enero próximo, el gobierno de la provincia experimentaria, por primera vez en seis años de la gestión de Gerardo Zamora, un cambio definido como “moralizador” en el gabinete provincial. Aunque muy tarde, el jefe del Poder Ejecutivo habria decidido introducir otras caras y toda la ciudadanía está expectante y deseosa de que opte por funcionarios probos, dirigentes con la cabeza bien abierta hacia los requerimientos de los santiagueños; privilegiando a los más desposeídos.
Los bienintencionados y esperanzados aspiran que esta Navidad sea para el primer mandatario el buen tiempo de la reflexión sobre los pasos que deben emprenderse a fin de mejorar la calidad de vida de todos los santiagueños (sin diferenciar a amigos y a adversarios ó a oficialistas y a opositores), despojándose de resentimientos personales y odios político-partidistas.
Se dice que viene un “cambio moralizador” y el simple anuncio entusiasma, en razón de que muchos de sus funcionarios de primera, segunda, tercera y hasta cuarta categoría no han terminado de entender que el cargo público se ocupa para brindarse con lealtad, sacrificio y transparencia hacia los gobernados, y no es un lugar de privilegio del que se sirve para provecho propio dando la espalda al ciudadano y defraudando a la voluntad popular.
Seis años son demasiados y suficientes como para aprender a optar entre las políticas de Estado y la improvisación, ó el bien general y el clientelismo.
Santiago del Estero y el gobernador Zamora están necesitando de funcionarios y colaboradores con ideas claras acerca de dónde estamos y hacia dónde vamos, y ello significa tomar conciencia, desde los despachos públicos, que habitamos una provincia pobre, con bajas tasas de actividad económica, expulsora de población joven, y carencias viejas de agua potable que afectan a cerca del 75% de comprovincianos.
También que la Navidad permita comprender que seguimos sin construir en Santiago del Estero la verdadera democracia, y que, inexplicablemente, continuamos sin respetar los valores sagrados del republicanismo; o sea que no aprendimos todavía a reverenciar a la ley.
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